Ya conocemos la polémica sobre los crucifijos en las escuelas. Los quieren quitar, y ya está. Hablan de laicidad, de tolerancia, de respeto. Este deseo, por otra parte, no es nada nuevo. Ya lo decía el genial Miguel de Unamuno en 1935, cuando también querían quitar los crucifijos: “hay que decirlo claro, […] la campaña es de origen confesional. Claro que de confesión anticatólica y anticristiana. Porque lo de la neutralidad es una engañifa”.
No me acuerdo de los crucifijos en las aulas. Sé que estaban, pero como tantas cosas. Estaban con naturalidad, no resultaban chocantes. Jamás oí ningún comentario en contra, ni entre esos queridísimos compañeros que se iban a estudiar “Ética” mientras nosotros estudiábamos “Religión”.
El problema es mucho más profundo. Es una campaña de negación de Dios. Es en definitiva el afloramiento de las luchas por anestesiar la propia conciencia de muchas personas que no le quieren escuchar. La voz de la conciencia puede suponer un dolor muy grande, el cual solo puede ser vencido con la conversión. Lo demás es huída, miedo, pobreza interior… una tragedia sin rumbo fijo.
No todos los que proponen la retirada de los crucifijos experimentan esto, que duda cabe, pero los promotores, los que lo llevan adelante, los que lo consideran un triunfo, si que experimentan esta fractura interior. El vacío estéril que intentan construir en su interior, sin Dios ni amo, como dicen a veces, peligra con esos símbolos que son lugares efectivos de gracia. No quieren correr el riesgo de que su trabajosa labor de negar la voz interior de Dios sea rota desde fuera por culpa de una mirada perdida que tropiece con la imagen de Aquel que dijo Tengo sed.
Después se esgrimirán toda clase de argumentos sobre laicidad y neutralidad. Hay que hacer presentable el dictado del propio gusto, y lo hacen con gran ahínco, porque sinceramente creen, en su huída, que les va la paz en ello.
Esta claro que la cruz es un símbolo de la identidad cultural europea, pero ante todo es un aldabonazo continuo en las conciencias para hacer de nuestra sociedad un reino de paz, justicia, y sobre todo de amor generoso. Si amamos de verdad, no podemos permitir que los que quieren quitar los crucifijos sigan huyendo, haciéndose daño a ellos mismos, y arrastrando en su huída para justificarse a todos, especialmente a los niños.